Eran las ocho de la
mañana de un jueves santo y yo acababa de salir de trabajar, empezaban mis
vacaciones de Semana Santa.
Entré en el portal y
respiré profundo aquel olor a madera vieja, a humedad, a ropa tendida, el olor
del portal de los edificios antiguos de Madrid, ya había llegado a casa.
Era una casa pequeña, en
una corrala pequeña, un mundo pequeño que se escondía detrás de un
portalón de hierro dentro de la gran ciudad y en ese micro mundo estaba mi
hogar.
Tenía dos gatos, Kiko y
Zia, compartíamos 40 metros cuadrados de una casa abuhardillada y dos balcones
que daban a la calle, para ellos eran un escaparate abierto a una libertad que
tenían vedada, para mí esos balcones, que daban a un colegio, eran la
banda sonora de las siestas de primavera, cuando los niños aun tenían clases
por la tarde, los escuchaba gritar, reír y cantar y me quedaba dormida
escuchando de lejos el ronroneo de sus voces.
Esa mañana, entré en
casa y todo estaba en silencio y aunque las persianas verdes estaban echadas e
invitaban a dormir después de una noche insomne, no me apetecía irme a la cama,
así que, aquel fue el primer día de muchos que repetí y de lo que
en un tiempo se convirtió en un ritual, saqué los gatos y el desayuno al
descansillo y me senté en las escaleras.
Estaba en primera fila
del teatro de una comunidad de vecinos diversa y vario pinta, yo vivía en el
último piso, un tercero sin ascensor, por debajo de mí, dos corredores con 12
puertas y 24 ventanas que daban a un patio interior, por encima de mí los tejados
de las casas, las chimeneas condenadas de las viejas cocinas y el cielo aquella
mañana limpio y azul, ese cielo al que tanto había añorado apenas un año atrás,
cuando vivía en Holanda.
Y entonces ocurrió ante
mis ojos y mis oídos, escuché un susurro que poco a poco empezó a ser más
audible, la voz de un hombre que repetía palabras ininteligibles para mí, cada
vez le oía mejor, parecía una oración, bajé un poco los escalones y por la
ventana del salón de una casa del segundo piso había un hombre de rodillas
sobre una alfombra, estaba rezando, subí las escaleras, me volví a sentar
en mi escalón, cerré los ojos para sentir la fuerza de su fe, de su cultura, de
su religión, no sé cuanto duró aquello, pudo ser un minuto o diez, no
lo sé, no importó, fue suficiente, por que de repente, escuché la radio
de mi vecina de al lado, Aurora, una anciana gallega y medio bruja que había tenido un puesto en El
Rastro y que, después de 40 años viviendo en Madrid, aun conservaba el acento dulce
y meloso gallego, tenía la voz fuerte que se rasgaba al final de sus frases. Esa mañana parecía que se había levantado contenta y tarareaba vete a tú a saber
qué canción por encima de la voz del locutor de la radio, sonreí,
me gustaba tener a Aurora de vecina, era una mujer excéntrica, sí, pero
nos llevábamos bien y nos apreciábamos, me hacía reír cuando me decía:
- Tú puedes hacer todas
las fiestas que quieras en casa, sólo hay una cosa que me sienta mal cuando las
haces, que no me invitas - ó… - ¿ Tú me ves aquí así, arrugada y vieja, no? Pues tengo un novio
que he conocido en el baile, pero he tenido dos maridos, dos, y he enterrado a
los dos -
Al poco tiempo,
enterró a su novio… pobriña, vino a mi casa llorando a contármelo, yo la ofrecí
mi sillón, mi compañía y un té.
Y mientras sonreía, sentada en aquellas escaleras, escuchando a mi vecina gallega, escuché el
sonido de una puerta que se cerraba y unos pasos cortos acompañados de un
bastón - fis, fis (zapatos de suela blanda) tac (bastón) fis,fis-tac,
fis,fis-tac, fis,fis tac - levanté la vista, era Don Julián que venía andando
por el corredor, Don Julián era un señor mayor con chapela y malas pulgas
que vivía también en el tercero, me miró con cierto desdén cuando me
levanté para que pudiera pasar y creí distinguir en un gruñido una especie
de - Buenos días- y bajó de escalón en escalón las escaleras - crack crack-
silencio- crack crack - silencio - crack crack- silencio, así hasta que
se escuché el portón de hierro del portal - Clonk-
Aurora y su radio enmudecieron de repente, volví a
escuchar el rezo de mi recién descubierto vecino musulmán del segundo,
pero esta vez lo interrumpió el llanto de un niño,
era un llanto de un recién nacido, me levanté y volví a asomarme con sigilo a la
ventana del salón de su casa y vi como se había levantado y cogía de brazos de
una mujer un bebé envuelto en arrullo blanco, subí de nuevo a mi rellano, me
senté de nuevo y escuché…¡otro bebé! a este sí que le esperaba, era el
bebé de unos cuantos meses de una pareja gitana que vivía en el tercero,
Aurora volvió a tararear desafinada y de repente apareció el sol
entre los tejados.
Apoyé la cabeza en mis
manos para fotografiar el momento, ya había ocurrido, había escuchado mi nueva vida en aquel primer día de mis mini vacaciones de Semana Santa.
Así fue o al menos así
es como lo recuerdo y así es como pienso que deber ser, porque en este país en el que cada día somos menos católicos, seguimos celebrando la
semana santa como unas de las más sagradas vacaciones.
Así que hagáis lo que
hagáis, rezar o apostatar, trabajar o descansar, salir de vacaciones o permanecer en vuestros barrios, ciudades o pueblos, ir a
procesiones o ir de cañas, ayunar o comer carne, pescado o ambas cosas a la vez, santificar o
pecar, conquistar vuestra soledad o conquistar corazones, no dejéis
escapar ni por un momento la vida que pasa ante vuestros ojos.
Pésaj sameaj, felices pascuas.... escribe un libro... te leería con gusto, metuká. Muak.
ResponderEliminarDisfruta del tiempo, de las vistas, de cada sensación. Y vuelve.
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